los poetas malditos

La desesperación de la vieja
 Charles Baudelaire
 La viejecilla arrugada sentíase llena de regocijo al ver a la linda criatura festejada por todos, a quien todos querían agradar; aquel lindo ser tan frágil como ella, viejecita, y como ella también sin dientes ni cabellos. Y se le acercó para hacerle fiestas y gestos agradables. Pero el niño, espantado, forcejeaba al acariciarlo la pobre mujer decrépita, llenando la casa con sus aullidos. Entonces la viejecilla se retiró a su soledad eterna, y lloraba en un rincón, diciendo: «¡Ay! Ya pasó para nosotras, hembras viejas, desventuradas, el tiempo de agradar aun a los inocentes; ¡y hata causamos horror a los niños pequeños cuando vamos a darles cariño!»













La tunanta
Arthur Rimbaud
En el comedor pardo, que perfumaba una 
mezcla de olor de fruta y de barniz, a gusto, 
me hice con un plato de no sé qué guisado 
belga, y me arrellané en una enorme silla.

Mientras comía, oí el reloj ––feliz, quedo... 
La cocina se abrió, inmensa bocanada, 
––y la criada entró; y no sé bien por qué 
llevaba el chal abierto y un peinado travieso.

Y mientras recorría con su dedo azorado
su cara, un terciopelo, durazno blanco y rosa, 
haciendo un gesto ingenuo con su labio de niña,

colocaba los platos, junto a mí, serenándome.
Y luego, distraída, para ganarse un beso, 
bajito: «toca, toca: me s’ha enfriao la cara...»



Mujer y gata
Paul Verlaine

La sorprendí jugando con su gata,
y contemplar causóme maravilla
la mano blanca con la blanca pata,
de la tarde a la luz que apenas brilla.

¡Como supo esconder la mojigata,
del mitón tras la negra redecilla,
la punta de marfil que juega y mata,
con acerados tintes de cuchilla!

Melindrosa a la par por su compañera
ocultaba también la garra fiera;
y al rodar (abrazadas) por la alfombra,

un sonoro reír cruzó el ambiente
del salón... y brillaron de repente
¡cuatro puntos de fósforo en la sombra!





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